sábado, 22 de agosto de 2009

Siete por Nnigel

A las cinco en punto escuchó el timbre de la puerta. Un aniñado adolescente le entregó el paquete que esperaba.

Tal y como le habían anunciado era una caja de madera, que ella debía abrir con la pequeña llave que su Amo le había dado horas antes. La ansiedad hizo que aquel trozo de metal resbalase de entre sus dedos y cayese al frio suelo de loseta. Andrea respiró profundamente. Aquellas sorpresas la excitaban hasta lo más interno de su médula ósea y siempre terminaba por perder el control. Recogió la llave y calmando su mente, abrió la caja.

Sacó cuatro sucios grilletes de hierro, engarzados cada uno de ellos a un candado abierto. Miró dentro y no encontró las correspondientes llaves, pero si un extraño colgante hecho con una basta cadena enhebrada sobre una anilla, de donde colgaba un exagerado número 7. Sus oscuros ojos, pequeños, perfectamente colocados sobre un bello rostro de tez blanca, se entornaron para fijar más la vista sobre aquel colgante de metal. No había inscripciones… ¿Para qué sería?. Después de 2 años sirviendo a su Amo, conocía bien sus gustos, pero aquel número la desconcertó, y su mente no encontró resquicio alguno que diese un poco de luz a su inquietud sobre lo que sucedería esa noche.

Sabía su obligación y se puso a ello. Ducha, exfoliación, cremas en su cuerpo… todo lo que corresponde a una bella sumisa. Al repasar con las pinzas cada pelillo que desobedecía la perfecta geometría de su pubis, sintió la necesidad de acercar los dedos a su sexo; estaba húmedo, excitado. Inmediatamente retiró su mano, sabedora de que aquel acto no podía ser realizado sin permiso. Continuó con el ritual de preparar su cuerpo, intentando complacer los gustos de la persona a la que voluntariamente había entregado su sumisión.

Como único vestido, colocó los grilletes en sus tobillos y en sus muñecas. Cerró los candados y puso el colgante sobre su cuello, de forma que aquel enorme 7 lucía sobre su abdomen desnudo. Terminó de maquillarse y se calzó unas sandalias de tacón alto.

Ya en el sofá, su mente intentó volar de nuevo y adivinar la sorpresa que a su Señor se le había antojado, pero el ruido de la cerradura antes de lo que esperaba la sobresaltó. Corrió a la puerta y se arrodilló para recibir a su Amo.

Aquel hombre alto, de porte agradable y ojos agrios, la miró e inmediatamente le hizo notar que no llevaba puesto su collar. Recordó que se lo había quitado para ducharse y corrió al cuarto de baño maldiciéndose por tal olvido.

Volvió ante su Amo, se arrodilló y colocó el collar sobre la palma derecha extendida. Colocó la otra mano debajo de la que portaba el collar y extendió sus brazos hacia el Amo bajando la mirada. Era su ritual de servicio y lo tenía bien aprendido. Daniel cogió el collar y caminó unos pasos colocándose detrás de ella. Lo tomó por la hebilla y descargó un fuerte golpe sobre la parte blanda de la espalda de su esclava, realizando un rápido giro de muñeca. Andrea sintió el golpe y como los remaches recorrían su cuerpo. Cada pequeño trozo de hierro marcaba su piel sin desgarros, quemando la zona ya magullada por el azote. El dolor la hizo apretar sus ojos y morder su labio inferior, mientras su cuerpo se contraía. Aceptó el castigo y agradeció a su Amo que la continuase educando.

-Ahora puedes ponerlo – Ordenó después de tirar el collar delante de ella y caminando ya hacia la habitación.

Daniel regresó pasados unos minutos con una extemporánea gabardina para el mes de Julio y cubrió sus hombros. Abrió la puerta de la casa e hizo una indicación para que saliese.

Ya en el coche, a las afueras de la ciudad, vendó sus ojos con una tela clara y unió sus grilletes a la espalda con un mosquetón. En la media hora de carretera, Andrea percibía formas indeterminadas del paisaje que traspasaban la clara venda y que aparecían en su mente como fantasmas del destino que su Amo tenía reservado para ella. Sintió miedo. Un miedo irracional que no era normal en similares situaciones. Su intuición femenina le decía que algo malo iba a ocurrir aquella noche.

Por fin apreció que las maniobras eran ya de aparcamiento. Se abrió su puerta y una mano la tomaba del brazo, conduciéndola hacia unas luces de neón que parpadeaban en la oscuridad. Escuchó una voz de hombre que saludó como si su Amo fuese conocido en aquel lugar.

Al entrar, la desprendieron de la gabardina. Su desnudez fue mostrada a cualquier extraño que la pudiese estar viendo. Caminaron por un estrecho pasillo y bajaron unos cinco o seis peldaños. La postura provocada por sus manos atadas a la espalda y el movimiento de sus propios pasos hacían que la fría cadena del colgante rozase sus pezones, que respondieron con una erección sobre la que escuchó un sórdido comentario del hombre que les acompañaba.

La hicieron entrar en una pequeñísima estancia vacía. Una puerta se cerró. Escuchó el hierro chocar contra hierro y el cerrojo rozar al clavarse en la anilla. Una reja de metal la apartaba de su Amo dejándola sola entre extraños. Sintió que el miedo anulaba su excitación y aunque sabía que no debía, balbuceó – Mi… mi Amo… - pero su única respuesta fueron los pasos alejándose por el pasillo.

Pasaba el tiempo. Una chica sollozaba unos metros a su derecha, no estaba sola. Por veces, notaba como se acercaba alguien, abría una puerta y se llevaba a alguna de las mujeres allí encerradas, sin que ninguna de ellas regresase.

Andrea intentó contar minutos. Apartar los miedos de su mente. Pensó y trato de anular sus pensamientos, hasta que oyó de nuevo los pasos. Esta vez fue su celda la que se abrió. Una mano agarró con brutalidad su brazo y la empujó por el pasillo hasta una estancia con suelo de madera. Se quedó sola, de pié. Hacía calor. Era como si cien focos se clavasen en su piel. Escucho gente…. mucha gente… no sabría decir cuantas personas y recordó su desnudez. Se sentía expuesta y la vergüenza azoto su orgullo…

- Número siete, señores – una amplificada voz penetro en los oídos de la sumisa – 1.60, 63 kilos. Como pueden ver un magnifico ejemplar. Tetas firmes, pezones oscuros y prominentes. Femeninas curvas. Y por ende.. su Dueño nos asegura que es una gran puta en la cama….

Andrea no podía creer lo que oía. Hablaban de ella sin duda. Ella era la número siete. Su Amo la estaba vendiendo… ¿qué había hecho mal? ¿Cómo podía repudiarla de aquella forma? Las lágrimas comenzaron a brotar de la amarga expresión que se había apoderado de sus ojos. Maldito el día que había renunciado a la palabra de seguridad… ¿por qué no habría pensado en esto a la hora de poner sus límites? Estaba al borde de la locura y aun así, no era capaz de culpar a nadie que no fuese ella misma.

De repente dos dedos penetraron su coño. Su cuerpo se arqueo inconscientemente y rompió el encierro con sus pensamientos. Volvió a prestar atención al sádico que la estaba vendiendo.

- …Jajaja, y aun encima esta mojada Señores, ¡como una zorra! Hagan sus ofertas.

Era cierto… increíblemente, a pesar de su miedo, de sus lágrimas, estaba excitada. Comenzó a escuchar cantidades, 50, 100, 200, 300 Euros, hasta que una voz desde el fondo grito:

- Mil Euros.

Durante unos interminables segundos un gélido silencio cruzó aquella sala.

- Vendida al caballero por mil euros, la tendrá preparada en diez minutos en la sala siete. Pase por caja Señor.

Mil euros, Andrea todavía no podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Mil euros por una hora?… ¿por una noche? ¿para siempre? Ella no era una esclava. No podía ser vendida. Ella era libre. Pero poco podía hacer o decir, Sus piernas ya estaban siendo atadas a dos grilletes en el suelo, muy abiertas. Dos hombres inclinaron su cuerpo sobre una especie de fino potro y sus manos fueron atadas a algún sitio arqueando su cuerpo y poniendo su culo en pompa. Sintió la madera separando sus pechos, clavándose en su abdomen. Su cuerpo quedó totalmente ofrecido para aquel monstruo que la había comprado por mil putos euros.

En las siguientes horas, sintió el látigo clavarse en su piel, sin razón, sin motivo para el castigo. Creyó que sus pezones se romperían con el peso de la tortura. La cera hirvió sobre su orgullo, y su boca, su culo, su sexo fueron violados por la brutalidad de la indefensión. Lloró, sufrió, sintió… hasta que aquel hombre dejo de cargar su furia sobre ella, acarició su mejilla y dijo con un tono complacido y una sonrisa que se adivinaba en su boca:

- Te has portado bien, bicho.

Al escuchar una voz familiar, su corazón se estremeció. - ¡No era posible! - Pero cuando aquellas manos retiraron la venda, su cuerpo recobró la vida que le faltaba. El ardor que la abrasaba estremeció cada terminación nerviosa y, abriendo su boca, Andrea exhaló un profundo grito y se entregó a un liberador orgasmo más íntimo que físico… La sumisa miró al hombre… sonrió.. y dijo:

- Mi Amo… es Usted.

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